La lógica internacional de la vía chilena al socialismo, cincuenta años después

The International Logic of the Chilean Road to Socialism, 50 Years Later

Joan Del Alcàzar Garrido jalcazar@uv.es 1

1 Universitat de València

Envío: 2021-01-27

Aceptado: 2021-05-12

First View: 2021-07-20

Publicación: 2021-08-31

RESUMEN: La victoria electoral de la Unidad Popular (UP) chilena en 1970, en un continente hipertensionado desde 1959, propició el intento de abrir una nueva vía al socialismo sin lucha armada, pero acabó con un golpe militar en 1973. Este artículo se propone revisar las diversas lecturas de lo ocurrido bajo la presidencia de S. Allende y explicar cómo el proceso chileno revalorizó internacionalmente el concepto de democracia, dándole un contenido que llega hasta hoy.

Palabras clave: Chile; Guerra Fría; Cuba; democracia; eurocomunismo.

ABSTRACT: The electoral victory of the Chilean Popular Unity (UP) in 1970, in a continent under major tension since 1959, propitiated the attempt to open a new path to socialism without armed struggle, but ended with a military coup in 1973. This article aims to review the various readings of what happened under the presidency of S. Allende and to explain how the Chilean process revalued the concept of democracy internationally, giving it a content that continues to this day.

Keywords: Chile; Cold War; Cuba; Democracy; Eurocommunism.

I. introducción

Cuando Salvador Allende venció en las elecciones presidenciales del 4 de septiembre de 1970, hacía poco más de una década que había concluido con éxito la aventura, en principio de apariencia nacionalista y romántica, lanzada por Fidel Castro y unas decenas de correligionarios en la Sierra Maestra cubana. Pronto, tras su victoria, el líder de los barbudos se alió con entusiasmo con la Unión Soviética, para sorpresa mayúscula de la Administración Eisenhower. John F. Kennedy, el siguiente inquilino de la Casa Blanca, heredó de su predecesor una operación militar contrarrevolucionaria, la de Playa Girón o Bahía de Cochinos, que acabó en un tremendo fracaso para los invasores. Además, Kennedy fue quien hubo de gestionar desde el lado norteamericano el conflicto más grave que vivieron las dos superpotencias protagonistas centrales de la Guerra Fría: la Crisis de los Misiles, durante trece días del mes de octubre de 1962. Un avión espía estadounidense fotografió lo que resultaron ser unas rampas lanzacohetes que los soviéticos estaban instalando en territorio cubano.

Ni antes ni después de aquellas dos semanas estuvo el mundo más cerca de un conflicto militar con armamento atómico que hubiera, quizá, acabado con la vida en el planeta. A raíz de aquel enfrentamiento que no llegó a consumarse, los norteamericanos se prometieron que no habría «más Cubas» en lo que ellos llaman el hemisferio americano. Paralelamente, la URSS hizo algo similar poco tiempo después, como descubrirían con amarga sorpresa los sandinistas nicaragüenses ante la Guerra de Baja Intensidad puesta en marcha por Ronald Reagan.

Una década antes, a la vista de la situación política que habían apreciado en Chile a lo largo de la década de los sesenta, los norteamericanos trataron por todos los medios de impedir que Allende se hiciera con la presidencia al frente de la Unidad Popular. Fracasaron en su empeño, pero no se conformaron y se dedicaron a hacerle la vida imposible al nuevo presidente y a su gobierno. Todavía se recuerda la brutal sentencia confesada por Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon, en la que anunciaba que su país no iba a permanecer impasible ante la irresponsabilidad de quienes habían decidido convertir a Chile en un país comunista. Hemos sabido después, gracias al testimonio –a mi juicio poco conocido e insuficientemente valorado– de quien fuera en aquel momento embajador de Washington en Santiago, Edward Korry, cómo se temía en la Casa Blanca el que pudiera establecerse un eje La Habana/Santiago de Chile.

Cincuenta años después de aquella victoria de Allende y los suyos, pasado medio siglo desde que se pusiera en marcha un gobierno que pretendía desarrollar la que se llamó vía chilena al socialismo, aquel proceso sigue siendo materia de análisis y debates, tanto políticos como académicos1.

Los promotores de la nueva ruta afirmaban que pretendían realizar los cambios estructurales necesarios, pero pacíficos, para establecer un sistema político socialista manteniendo un escrupuloso respeto institucional y sin violentar el marco constitucional (Casals, 2010; Fermandois, 2013; Riquelme, 2015). Eso decían al menos, aunque no de forma unánime; pero sus opositores, quienes no habían votado por Allende (más de un 62 por ciento de los electores, no hay que olvidarlo), tenían razones para acrecentar sus recelos y sus miedos porque Salvador Allende no se cansaba de repetir que su misión era llevar a Chile al lugar al que Fidel Castro había llevado a Cuba, si bien por una ruta distinta. Cuando Castro visitó Chile a finales de 1971, en uno de los muchísimos actos de masas en los que participó, concretamente en Puerto Montt el 18 de noviembre, el presidente chileno se dirigía a una multitud entusiasmada y alababa «la importancia transcendente de la lucha del pueblo cubano», al tiempo que rendía «homenaje a la abnegación revolucionaria de sus conductores». Sin embargo, cuando afirmó que «la herencia de Cuba no es realidad de Chile; que nosotros tenemos que hacer nuestro propio camino», fue interrumpido por los gritos de una parte de los asistentes. Visiblemente molesto, Allende se dirigió al público diciendo:

La Revolución en Chile no se hace solamente gritando revolución, la revolución se hace conscientemente, con un pueblo organizado que sabe los riesgos que tiene que aceptar [aplausos]. Y, por último, les voy a decir a los compañeritos que gritan revolución, que Fidel Castro no estaría en Chile si aquí no hubiera triunfado un gobierno revolucionario [aplausos]. Fidel Castro no se prestaría para la farsa de venir aquí a visitar un país de oportunistas y a un gobierno claudicante.

De forma explícita, Allende le concedía a Fidel Castro la facultad de homologar el carácter revolucionario de su gobierno, que no simplemente reformista, así como el reconocimiento de su capacidad para llevar a Chile a la meta socialista atendiendo, eso sí, a las particularidades nacionales chilenas, distintas a las de la Cuba anterior a 1956: «Él [Fidel] tiene consciencia y sabe que lo que hacemos nosotros es una revolución de acuerdo con nuestra realidad [aplausos] y por eso es que está presente el compañero y amigo, jefe de la Revolución cubana».

Reforzando la idea del incuestionable cariz revolucionario de la experiencia política que Chile estaba viviendo, Allende afirmó rotundo: «Yo no soy un presidente más, yo soy un presidente del Gobierno Popular, nacional y revolucionario que debe decirles que hemos cumplido y que el pueblo está en el gobierno» [aplausos y gritos] (Fidel en Chile, 1972)2.

Allende se esforzó siempre para ser considerado un revolucionario y no un reformista (Alcàzar y Betancourt, 2015). De hecho, esa es –a mi juicio– la paradoja más destacable del mandatario. Tantos años después sigue resultando llamativo que el político chileno mereciera la condición de peligroso revolucionario a sus enemigos; de hombre que podía ser el artífice de replicar el ejemplo cubano en el Pacífico sur americano; que se le considerara una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos, en tanto pudiera poner en marcha un eje Santiago/La Habana; y todo eso mientras una buena parte de sus compañeros de las izquierdas chilenas le negaban sus credenciales como revolucionario canónico. Sin duda, una gran paradoja.

Fidel Castro, el supremo guardián del canon continental, solo reconocería el carácter revolucionario de Allende después de muerto. Fidel Castro vino a decir, tal y como habló el 28 de septiembre de 1973 en La Habana, en el homenaje al líder chileno, que este había comprendido finalmente cuál era la vía correcta; que se había arrepentido de haber afirmado que se podía alcanzar el socialismo sin tener que empuñar las armas. Conclusión: Allende había muerto como un guerrillero (Timosi, 1974).

Aquella foto tan escasamente castrense del presidente chileno el 11 de septiembre, con el casco y la metralleta entre las manos, junto al relato que Castro hizo en la plaza de la Revolución de cómo habían sido sus últimas horas durante el asalto de los golpistas a La Moneda, fueron la confirmación de su incorporación al panteón de los grandes revolucionarios (Alcàzar y Betancourt, 2015).

Paradojas aparte, no parece exagerado decir que para quienes votaron por Allende se trataba de materializar un sueño: «Construir un Chile bien diferente» (como cantaba Inti Illimani). Sin embargo, es fácil comprender que, para los otros, y eran muchos, con la toma de posesión del nuevo presidente había comenzado una pesadilla.

Chile había sido considerado «el país de los tres tercios» políticos: un tercio para la derecha, otro para el centro y el restante para la izquierda; y así fue hasta mediado el período de la Unidad Popular. Sin embargo, desde bastante antes, el mundo era muy distinto: era crecientemente bipolar, estaba entre física y virtualmente dividido por un Telón de Acero y no admitía grises; era blanco y negro. El planeta vivía inmerso en la Guerra Fría, y esa fractura también llegó a Chile (Harmer y Riquelme, 2014). El país se fue haciendo cada vez más binario: izquierda contra derecha, comunistas contra anticomunistas. En ese punto, los militares estarían del lado de quien tenían que estar, como siempre habían hecho, por otra parte.

Entendemos que hay que prestar mucha atención a cómo era aquella época en la geopolítica internacional para comprender qué intentó ser y qué fue el proceso político chileno, así como para poder evaluarlo 50 años después.

Existe literatura a propósito de las coordenadas internacionales del período de la Unidad Popular (Harmer, 2009; Ulianova, 2000; Santoni, 2014; Harmer y Riquelme, 2014), pero también contamos con un volumen considerable de textos que se han centrado en una visión más de país, más acotada a lo ocurrido puertas adentro, en el angosto pasillo que va de la Cordillera al Pacífico, como si Chile hubiese vivido, en cierta medida al menos, al margen de una realidad internacional; como si hubiera sido una excepcionalidad en el marco geopolítico mundial. No obstante, como bien explica Alfredo Riquelme:

El gobierno de Allende tuvo que enfrentar, incluso antes de su instalación, la hostilidad del gobierno estadounidense que se involucró en una conspiración político-militar dirigida a provocar un golpe de Estado, convencido de que la llegada de la izquierda al poder en Chile implicaba una amenaza a sus intereses estratégicos globales, percibidos a través del prisma de la Guerra Fría. Esa hostilidad era compartida por grandes empresas transnacionales y organizaciones financieras globales, las derechas –liberales, conservadoras o fascistizadas– de todas las latitudes, y los grandes partidos democratacristianos de Europa, que compartían ese prisma, pese a la diversidad de sus convicciones e intereses (Riquelme, 2014).

El proceso chileno, pues, tuvo mucho de excepcional, pero no fue el único en el que el corsé impuesto por las superpotencias determinó su evolución y, como en otros casos, su abrupto y cruento final.

II. Los convulsos años sesenta y sus efectos

Conviene anotar algunas ideas a propósito de los años precedentes a la elección de Allende, y es necesario recordar en primera instancia que la década de los años sesenta fue una época de fuerte ideologización, principalmente de una juventud que en buena parte del planeta está decidida a cambiar muchas cosas (Alcàzar, 2019).

Se trata de una época en la que se vive una pugna entre dos modelos de sociedad: la que proponen las democracias occidentales, con los Estados Unidos de América al frente, y las llamadas democracias populares que abandera la Unión Soviética. Esa rivalidad determinará que en Europa occidental la expansión del capitalismo sea acompañada de una fuerte presencia del Estado, adjudicando este una enorme importancia a las cuestiones sociales. Se trataba de impedir cualquier tipo de contagio que pudiera venir de la mano de las organizaciones filocomunistas, para lo cual era esencial asumir una buena parte de sus demandas en política económica y social.

Será particularmente la juventud europea la que –en esa nueva realidad abierta tras la derrota del fascismo– comience a introducir demandas novedosas en la agenda política.

En Europa esa juventud se moviliza con relativa autonomía a ambos lados del Telón de Acero, lógicamente más en el oeste que en el este, pero si París marcará un antes y un después en la evolución política de la Europa occidental, en Praga los tanques soviéticos dejarán claros los límites de lo que se puede y lo que no se puede hacer en los países del llamado socialismo real.

Se puede concluir que Occidente se adentra en una época de fuerte aceleración de la realidad social, política y cultural, y eso se percibirá con claridad tanto en los Estados Unidos de América (desde Alabama a California), como en los diversos países de América Latina, donde los movimientos sociales adquieren cada vez mayor importancia.

En estos años surgen en los Estados Unidos de América alternativas sociales o culturales como los hippies, que participan activamente en las protestas contra la guerra de Vietnam, y se desatará definitivamente la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos. Se producirán explosiones de violencia, a veces extrema, en las que habrá víctimas mortales, las más de las ocasiones a manos de la policía o la Guardia Nacional, pero serán eso mismo, explosiones cargadas de rabia e impotencia, más que resultantes de un proyecto de subversión mínimamente estructurado. Lo mismo se puede decir del activismo violento de una parte de los jóvenes negros, especialmente tras el asesinato de Martin Luther King.

En términos generales, tanto la juventud movilizada contra la Guerra en Indochina como la que luchará por los Derechos Civiles de los negros, así como la mayoría de los movilizados en Europa, pueden ser considerados pacíficos y muchos de ellos pacifistas; es decir, mayoritariamente identificados como no violentos.

El contraste con lo que ocurrirá en América Latina es fortísimo: aquí serán miles de jóvenes los que concluirán que la única salida posible y deseable para sus injustas e insolidarias sociedades pasa por organizarse y adiestrarse para la lucha armada, para ser miembros activos de una insurgencia guerrillera. Será evidente que esos nuevos movimientos revolucionarios estarán marcados por el ejemplo y por el relato hegemónico y sin matices que se hace de la Revolución cubana.

El 68 latinoamericano arrancó con la muerte del Che en el 67 y acabó, si se quiere hacer una analogía con la visión eurocéntrica (París-Praga), en el 69 con el Rosariazo (3 muertos) y el Cordobazo argentino (más de 30 muertos) en 1969, pasando claro por el México de Tlatelolco (en 1968, con más de 300 muertos según una valoración conservadora).

La fortísima represión empujó a miles de jóvenes a la insurgencia armada, y no solo en México o Argentina. También en Brasil, Uruguay, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Perú o Colombia. La victoria castrista en Cuba hizo pensar a muchos en todo el continente que emular a Castro y a Guevara aseguraba el éxito, y hacerlo era solo cuestión de atrevimiento y firmeza revolucionaria. Eso afirmaban sin sombra de duda, además, los dirigentes cubanos.

Regis Debray y Ernesto Guevara habían hecho añicos teóricos el viejo dogma leninista, y habían sostenido con gran desparpajo que no era necesario esperar a disfrutar de condiciones objetivas para poner en marcha la revolución, sino que lo necesario era crear una conciencia revolucionaria mediante los incentivos morales ante la injusticia social extrema. De ahí la elaboración del foquismo: crear uno, dos, «muchos Vietnam» en América Latina, como dijera el Che.

Para entender, pues, el desarrollo de los procesos políticos y sociales durante la segunda mitad de la década de los sesenta es necesario tener en cuenta las grandes líneas de lo que ocurre en un mundo dividido en dos bloques antagónicos; un mundo en el que, además, se están produciendo las guerras de liberación nacional, desde África al Sudeste asiático.

Ese será el contexto en el que hay que insertar el fenómeno más trascendental de la América Latina del período, quizá de todo el siglo XX: la Revolución cubana. Un proceso localizado en el Caribe, pero que cabe conectar con la guerra en Indochina y con la de Argelia y el Congo en África, y también con las movilizaciones de los estudiantes europeos: los jóvenes de París que, recordémoslo, corearán una consigna en sus manifestaciones que hará evidente su admiración por dos ídolos indiscutibles: ¡¡¡Gue-va-ra / Ho-chi-Min!!!

Podríamos decir que –a diferencia de lo que ocurrirá en Europa o en los Estados Unidos–, la juventud latinoamericana no se contentará con realizar grandes manifestaciones o concentraciones de protesta, ni con explosiones más o menos potentes de violencia, ni con exigir nuevas reivindicaciones como la libertad sexual, el incipiente feminismo o el temprano ecologismo.

Miles de jóvenes latinoamericanos querrán emular al Che Guevara y desearán ser ejemplo del hombre nuevo ajeno a los incentivos materiales; sentirán como una realidad insoportable la extrema desigualdad de sus sociedades nacionales, y será esa juventud fundamentalmente proveniente de la clase media la que tomará las armas para derrotar al capitalismo imperialista y alcanzar el soñado socialismo. Una sociedad que imaginaban moralmente superior, en la que el hombre no explotaba al hombre y no existía la propiedad privada de los medios de producción (Alcàzar, 2019).

Es cierto que también en Europa hubo quienes se inclinaron por las armas, por la lucha armada, pero entendemos que, a diferencia de lo que ocurrirá en América Latina, fueron experiencias muy minoritarias como las de la Fracción del Ejército Rojo alemán o las Brigadas Rojas italianas. Hay dos casos que reseñar que, a diferencia de los anteriores, tendrán mayor apoyo social en los territorios en los que actuaron: uno es el IRA y otro es ETA.

En el contexto de la Guerra Fría, las distintas insurgencias armadas latinoamericanas deberán enfrentarse a una política contrainsurgente propiciada por Washington contra lo que llaman el enemigo interior, la consecuencia más evidente de la cual serán las dictaduras militares propiciadas por la llamada Doctrina de Seguridad Nacional. Esta será el corpus doctrinal que utilizarán las Fuerzas Armadas de los diversos países, coordinadas desde 1947 por los Estados Unidos mediante el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y adiestradas desde 1949 en la Escuela de las Américas, en Panamá.

Para poder comprender cabalmente el complejo proceso de estos años, de aquella larga y vertiginosa década, tanto en Europa como en América, es necesario aceptar que todo parecía posible a los ojos de quienes decidieron apostar por el desafío al orden existente (Alcàzar, 2019). El capitalismo, el imperialismo podían ser derrotados y ahí estaba Cuba y su revolución para demostrarlo.

III. La vía chilena en el contexto latinoamericano: Alianza para el Progreso y contrainsurgencia

Los Estados Unidos hicieron, como ya se ha dicho, todo lo que estuvo en su mano para evitar que Allende fuera presidente de Chile. No lo consiguieron, pero no por ello dejaron de considerarlo un enemigo a batir. Hay bastante literatura sobre los viajes de empresarios y de políticos de Santiago a la capital de los Estados Unidos; de los encuentros frecuentes y discretos entre civiles y militares chilenos con personal adscrito a la embajada norteamericana; sobre los maletines con dinero con el que hacer frente a gastos en propaganda negra o para pagar sobornos, o sobre valijas con armas con las que luego se cometerían gravísimos delitos (Kornblum, 2004). Pero resultan particularmente impactantes las declaraciones que hiciera en su día el exembajador norteamericano en Santiago de Chile, Edward Korry (Guzmán, 2004)3; un testimonio revelador tanto de la capacidad de influencia como de la política de confrontación desplegada por la Administración de Richard Nixon hacia el gobierno de Salvador Allende.

Según el antiguo embajador de Washington en Santiago, «Nixon ordenó a la CIA impedir que Allende asumiera la presidencia», algo que era conocido. Lo más relevante del testimonio de Edward Korry, sin embargo, son las referencias a la figura del presidente chileno.

Ha sido un motivo recurrente de discusión, tanto en el ámbito político y en el partidario como en el más estrictamente académico, el carácter reformista o revolucionario del presidente chileno. Me parece necesario, en este punto, enfatizar una idea sobre la que poco se ha escrito: a los ojos de quien dirigía la legación diplomática estadounidense en Santiago, así como para su gobierno, no había lugar a dudas respecto a si Allende era un reformista o un revolucionario. El diplomático lo veía con claridad:

Allende había dicho que Estados Unidos era el enemigo número uno, y lo repetía sin cesar. Además, era un gran admirador de Castro, había pasado seis meses en China, extasiándose con el trabajo de Mao, admiraba a Ho Chi Minh en Vietnam y era fan del Che Guevara. Sabíamos que, aunque Allende parecía actuar de forma legal y constitucional, el objetivo de su política era eliminar toda influencia de Estados Unidos. Hubiese sido una guerra de clases para acabar con la oposición: la burguesía. Una guerra de clases. Hubiera sido eventualmente fidelismo sin Fidel (Guzmán, 2004).

Podemos afirmar, pues, que para el embajador Korry Allende era «un comunista más» en tanto que un estrecho aliado de Fidel Castro y, por lo tanto, un inequívoco colaborador de los soviéticos. Cuando al exembajador se le pregunta si Allende merecía la consideración de amenaza para los Estados Unidos, su respuesta no deja lugar a dudas:

Si se considera la creación de un eje Santiago-La Habana en América Latina, en una época en la que las condiciones sociales eran favorables a una revolución que traería desorden y violencia, Estados Unidos podía ver en ello una influencia desestabilizadora de alto riesgo y una extensión de la influencia soviética (Guzmán, 2004).

En un memorando remitido por Henry Kissinger al presidente Richard Nixon se dice que:

El ejemplo exitoso de un gobierno marxista democráticamente elegido en Chile sin duda tendría un impacto sobre –y un valor de precedente para– otras partes del mundo, especialmente Italia; la capacidad de propagación por imitación de fenómenos similares en otras regiones, a su vez, afectaría significativamente el equilibrio mundial y nuestra posición en él (Santoni, 2014).

¿Cómo era aquella época a la que se refiere Korry, aquella en la que «las condiciones sociales eran favorables a una revolución» en América Latina? Retrocedamos un poco para hacer un breve repaso a las líneas maestras de aquel período convulso (Alcàzar y Betancourt, 2015).

Kennedy desarrolló una política exterior que mezclaba los viejos y los nuevos descriptores de la diplomacia de Washington, cosa que se hizo explícita con la aprobación de una iniciativa al amparo de la cual se realizó el intento de invasión de Playa Girón: la Alianza para el Progreso. Consistía en un plan para que en una década se desplegara en América Latina una política que produjera en esta región algo parecido a lo que el Plan Marshall había provocado en la Europa occidental de postguerra. Los Estados Unidos decidieron realizar una aportación de mil millones de dólares, un dinero que habría de generar una dinámica de revolución pacífica a escala continental (Nevins et al., 1994). Más allá de lo previsto y deseado, cuando John F. Kennedy murió asesinado en 1963, los resultados tangibles de la iniciativa eran francamente decepcionantes.

En el terreno militar, concretamente en el de la contrainsurgencia, los estadounidenses funcionaron mucho mejor. Habían librado guerras poco o nada convencionales desde finales del siglo XIX, en Filipinas, o en la década de los treinta del siglo XX en Nicaragua. Después, tras la finalización de la II Guerra Mundial, durante la presidencia de Truman, actuaron con una estrategia bastante rudimentaria que, no obstante, sería efectiva contra las guerrillas comunistas en Grecia.

Más adelante, la Central de Inteligencia Americana (CIA), desarrolló de forma creciente actividades paramilitares tanto en el Sudeste asiático y en Oriente Próximo como en Europa y América Latina. Corea, por ejemplo, fue una experiencia de guerra convencional en la era nuclear. Además, constituyó la primera evidencia de que la opinión pública de los Estados Unidos no estaba dispuesta a aceptar largas y costosas campañas militares en lugares remotos, especialmente cuando estas arrojaban un balance de vidas de jóvenes soldados norteamericanos muertos tan lejos de casa (Alcàzar et al., 2003).

En una fase posterior, los políticos norteamericanos convinieron en explicar a la ciudadanía que las llamadas guerras de liberación nacional en países que eran o habían sido colonias no eran sino problemas generados por el espionaje soviético, sin otro objetivo que hacer de contrapeso a la superioridad norteamericana en armas nucleares. El paso siguiente consistió en variar el enfoque convencional: de la guerra tradicional o del conflicto nuclear se pasó a otro definido por formas de combate no convencionales.

Tras las victorias del FLN en Argelia o la derrota francesa en Indochina; tras la victoria de Mao y de Fidel Castro; después de cómo estaba evolucionando la situación en Vietnam, y de la proliferación de guerrillas en América Latina, los responsables de la CIA, del Pentágono y del Departamento de Estado concluyeron que las previsiones de un negro futuro exigían cambios significativos en su política anticomunista. De aquí vendría la orden presidencial de crear un grupo especial contrainsurgente, con distintas funciones y objetivos. Se partía de la convicción de que la insurgencia subversiva era la nueva forma de la confrontación Este-Oeste, una modalidad de enfrentamiento político y militar tan relevante como pudiera ser cualquier experiencia de guerra convencional. Era, pues, necesario asegurarse de que esto fuera entendido –y se actuara en consecuencia– por los militares, por los aparatos de inteligencia y, en general, por los organismos federales que funcionaban fronteras afuera de los Estados Unidos. Habían de desarrollarse programas interdepartamentales que previeran y, llegado el caso, neutralizaran cualquier amenaza subversiva, directa o indirecta, para su país.

Una nueva etapa se inició así, la de una potente actividad contrainsurgente en dos escenarios posibles. En el primero, los Estados Unidos estaban firmemente decididos a apoyar a los gobiernos amigos que hubieran de hacer frente a insurgencias guerrilleras en su territorio. Para ello, se implementaron programas de mejora de las destrezas tanto militares como policiacas mediante asesoría y entrenamientos especializados; al tiempo que se reforzaba a las organizaciones políticas y sindicales no comunistas y, en paralelo, se presionaba a los gobiernos amigos a introducir reformas sociales y políticas que redujeran el campo de acción de los opositores. En el segundo escenario, como se demostraría en Nicaragua, se actuaba a la inversa: se trataba de hostigar hasta hacerlos caer a los gobiernos adversos mediante desestabilizadoras insurgencias internas (Alcàzar et al., 2003).

En cualquier caso, no se descartaba el despliegue de tropas norteamericanas en aquellos lugares en los que se dieran altos niveles de insurgencia o, más todavía, en aquellos territorios en los que se acreditara el peligro de que los comunistas pudieran hacerse con el poder. Los programas de ayuda militar redoblaron su importancia, y se insistió en hacerlos lo más profesionales posible. Por lo que respecta a la América Latina, se puso mucho énfasis en que los uniformados entendieran que su mayor preocupación debía ser la seguridad interna, enfrentando las posibles insurgencias, y no la defensa exterior.

Los militares latinoamericanos tenían que asumir que los golpes de Estado que periódicamente protagonizaban para, un cierto tiempo después, devolver el gobierno a los civiles constituían un error. Eran ellos los que debían hacerse cargo de forma indefinida de las principales funciones de la administración civil. En el conocido como Informe Rockefeller, de 1969, se reconocía de forma explícita la idoneidad de las dictaduras militares temporales como elemento de seguridad continental.

El trauma de la opinión pública estadounidense ante lo ocurrido en Vietnam, junto a la considerada debilidad política de James Carter ante las amenazas comunistas y lo ocurrido en Irán, serán las raíces de los cambios que se producirán en la década de los ochenta, durante la presidencia de Ronald Reagan; cambios que cristalizaron en una forma novedosa de intervencionismo político y militar de los Estados Unidos: la llamada guerra de baja intensidad.

En la década de los sesenta, como se ha dicho, Cuba se instaló en la órbita soviética ante la perplejidad de los analistas y los políticos estadounidenses. El planeta se había convertido en un tablero de ajedrez, y tanto el rey negro como el rey blanco creían que sus peones estaban seguros y protegidos. Por ello, el rápido movimiento del peón cubano resultó tan desconcertante como amenazador. La reacción de Washington fue lenta, aunque hay que reconocer que muy probablemente hasta los soviéticos se vieron sorprendidos por la audacia de Fidel Castro. En cualquier caso, Moscú respondió con mayor eficacia a las necesidades cubanas, y eso que no sería hasta 1961 cuando la URSS crearía el Instituto Latinoamericano como sección de la Academia de Ciencias, un centro de investigación que tardaría casi una década en comenzar a publicar estudios sobre América Latina (Varas, 1993).

Por otra parte, aunque Washington decía ver la mano moscovita en cada acontecimiento rebelde que sucedía o cada proceso insurgente que se iniciaba al sur de su frontera meridional, los soviéticos estaban en otra lógica, cuando menos desde la época Brezhnev, desde mediada la década de los sesenta. Su preocupación central era la denominada coexistencia pacífica con los norteamericanos. El Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) había establecido en su XXIII congreso de 1966 que la URSS era «partidaria consecuente del mantenimiento de relaciones normales y pacíficas con los países capitalistas» (Varas, 1991).

Otra cosa era lo que los cubanos pensaban y no fueron pocas las ocasiones en las que los soviéticos tuvieron problemas para controlar lo que consideraban excesos de los castristas en su clara vocación de fomentar las insurgencias continentales. Moscú rechazaba cualquier iniciativa de dudoso final que distrajera su atención y que perjudicara su objetivo central de priorizar su desarrollo económico, siempre dependiente en exceso de su abultado presupuesto militar.

La Conferencia Tricontinental de enero de 1966 y la Conferencia de la Organización Latinoamericana de la Solidaridad (OLAS) de 1967, ambas reunidas en La Habana, habían concluido con un apoyo explícito a las guerrillas revolucionarias continentales, lo que irritó sobremanera a los soviéticos en tanto que ponía en cuestión sus mensajes de distensión enviados a Washington.

La URSS suministró a Cuba doctrina y petróleo, y fue la recepción de esta mercancía la que anuló cualquier atisbo de crítica de Castro por la entrada de las tropas del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia, para abortar la Primavera de Praga: «Aceptamos la amarga necesidad que exigía enviar tropas a Checoslovaquia», dirá el Comandante en agosto de 1968 (Castañeda, 1993). La doctrina soviética de cesar en cualquier apoyo a las insurgencias y de promover la unidad de acción de las fuerzas de izquierda, no obstante, no fue atendida por los cubanos, y excepto al Che Guevara, que fue abandonado a su suerte en Bolivia, el apoyo más o menos efectivo a las insurgencias latinoamericanas se mantuvo mientras La Habana pudo.

Los soviéticos fueron coherentes con sus propias directrices y validaron experiencias como la del general peruano Velasco Alvarado, considerándola una alternativa a la vía foquista. La victoria de Salvador Allende en Chile, al frente de la coalición de Unidad Popular en 1970, se vivió desde Moscú como una clara expresión de lo que el PCUS consideraba correcto para América Latina. El terrible y dramático final de la experiencia chilena en septiembre de 1973, precisamente por ello, tendrá importantes efectos en la política moscovita para la región (Ulianova, 2000).

La muerte de Allende durante el golpe militar comandado por Augusto Pinochet hizo entrar en crisis la estrategia soviética, hasta el punto de que quebró la globalidad que históricamente había definido su postura política hacia Latinoamérica. Durante el resto de la década de los setenta, además, el triunfo del FSLN en Nicaragua y la guerra total en El Salvador, precisamente dos procesos en los que los comunistas de esos países eran simplemente marginales, fueron un golpe duro a la política de Moscú. La globalidad y la simetría tradicional se tornó heterogeneidad y contradicción.

IV. Cincuenta años después de aquella victoria

Creemos que hay que abrir mucho la lente para enfrentar una evaluación de lo que fue el proceso chileno de aquellos primeros años setenta. Entendemos que una de las líneas de análisis ha de pasar, necesariamente, por integrar la vía chilena al socialismo en un marco internacional amplio. Eso nos permitirá comprender mejor aquel extraordinario proceso.

Medio siglo después del inicio de aquel desafío político y social que conectó a Chile con los sueños de las izquierdas políticas del mundo, creemos que podemos hacer dos cosas: profundizar en el conocimiento del proceso insistiendo en algunas preguntas importantes y, en segundo lugar, dibujar un mapa de los efectos que aquella experiencia ha generado durante estos 50 años, especialmente entre aquellos que sienten la izquierda política como su tierra natal, por decirlo a la manera de Burguière (2017).

El escenario que se abría ante Salvador Allende y el gobierno de la Unidad Popular era de extrema dificultad: el planeta estaba quebrado en dos por la Guerra Fría entre las superpotencias, algo que era particularmente explícito en América Latina. El líder chileno solo había conseguido el voto de poco más de un tercio del electorado y hubo de hacer frente a potentes ataques desde dentro y desde fuera del país. Por si eso fuera poco, el presidente Allende chocó desde muy pronto con importantes desavenencias, tanto tácticas como estratégicas, entre los mismos partidos que constituían la Unidad Popular.

Allende afirmaba sin disimulo alguno que su objetivo era que Chile alcanzara el punto en el que se encontraba Cuba, que en el país andino se alcanzara a establecer un régimen socialista a imagen y semejanza del que comandaba Fidel Castro. Advertía, eso sí, que el destino del viaje era el mismo, si bien la ruta era distinta. Hay que añadir, claro, que, por razones completamente diferentes, ni sus oponentes ni buena parte de sus aliados se creían ese discurso, lo que redundó en que la polarización política interna fue creciendo cada vez más.

Fronteras afuera de Chile, desde los Estados Unidos al Vaticano, se hizo lo posible y lo imposible por hacer naufragar el proyecto de Allende y su Unidad Popular. Especialmente, después de la larga y sorprendente visita que en noviembre de 1971 hizo a Chile Fidel Castro.

Es en ese escenario en el que nos hacemos un par de preguntas que consideramos relevantes. ¿Por qué Allende se adentró en una opción revolucionaria que desafiaba el orden internacional posterior a Yalta y lo hizo sin apoyo efectivo exterior alguno, con la oposición de dos tercios del electorado y con una evidente fractura interna de sus partidarios? Tras el éxito de los Rangers bolivianos que acabaron con el mítico Che apenas con un batallón de hombres; después de que el propio Allende intervino para conseguir rescatar a los tres supervivientes de la columna de Guevara que no habían sido eliminados; después de lo ocurrido en Guatemala, en la República Dominicana, en Playa Girón o con la Crisis de los Misiles, ¿qué respuestas podían esperarse de la Administración Nixon?

Creo que debemos recurrir a la vigencia de una concepción de la democracia completamente instrumental, propia de aquella época y ajena a la actual. Se había conseguido la victoria en unas elecciones, limpiamente, aunque de forma muy ajustada, y eso «había dado el gobierno al pueblo», por lo que, a partir de ese momento, la democracia burguesa decaía y comenzaba a funcionar la auténtica democracia, la popular.

En verdad, la izquierda política concibió la ruta chilena mucho más como un elemento de retórica, como un eslogan movilizador, que como una aplicación del camino democrático hacia el socialismo. La cultura política convencional de la izquierda de aquella época, no solo la chilena, no permitía pensar que la democracia era o podía ser "el camino" del socialismo (Aggio, 2021). La posición mayoritaria de la izquierda política pivotaba en torno a la oposición clásica entre democracia "formal" y democracia "real", como una de las contradicciones esenciales entre capitalismo y democracia. La adopción de formas democráticas de gobierno solo podía ser un objetivo táctico para la clase obrera, necesario para facilitar la formación de un movimiento revolucionario, que no era sino un estadio a superar en la marcha hacia el socialismo (Barros, 1987).

Fidel Castro había expuesto su posición muy claramente en la visita de 1971 a Chile:

En nuestro país las decisiones fundamentales no se discuten en un Parlamento. ¡No! Pero se discuten en los centros de trabajo, se discuten en las organizaciones de masas [aplausos] […] Ya en nuestro país cualquier ley importante que tiene que ver con los intereses fundamentales del pueblo la discuten millones de personas […] Díganme ahora que el parlamentarismo burgués es más democrático que eso, díganme [aplausos] […] El pueblo no necesita quienes lo representen, porque el pueblo se representa a sí mismo [aplausos]. El pueblo no necesita quienes tomen decisiones por él. El pueblo toma decisiones por sí mismo. (Fidel en Chile, 1972).

La democracia, esa democracia de la que hablaba Fidel Castro, pues, era cosa del pueblo; y quien no fuera o no quisiera ser «pueblo»… ¿no cabía en la democracia? ¿Qué lugar se le asignaba en el nuevo escenario político? La respuesta del líder cubano es conocida: quien no estaba con «la revolución» era fascista y había que neutralizarlo. Código binario.

Salvador Allende no advertía ninguna contradicción entre su defensa cerrada de la democracia y el sistema cubano al que proponía como modelo a seguir. Decía que era posible llegar al socialismo sin necesidad de violencia armada, sino mediante un proceso cabalmente democrático que se sustanciara en las urnas:

Nosotros vamos a hacer una democracia auténtica, porque va a participar el pueblo y no una minoría como hasta ahora. Ahora, cuando un pueblo tiene conciencia de las metas que debe alcanzar ese pueblo es capaz de sacrificios […] El pueblo va a responder, ese es el gran aval que tengo yo: la entereza, el patriotismo y la moral del pueblo chileno (Olivares, 1971).

Es el propio Salvador Allende quien, al hablar de «democracia auténtica», confirma la línea que separa la democracia real que proponía de la democracia formal, también apellidada burguesa o parlamentaria. Con esa convicción murió. Pocas semanas antes del golpe militar de Pinochet, en agosto de 1973, en uno de sus últimos discursos, Allende perseveraba en esa idea:

Con tranquilidad de conciencia y midiendo mis responsabilidades ante las generaciones presentes y futuras, sostengo que nunca antes ha habido en Chile un gobierno más democrático que el que me honro en presidir, que haya hecho más por defender la independencia económica y política del país, por la liberación social de los trabajadores (Alcàzar y Rodrigo, 2013).

Tampoco la derecha era particularmente firme en su concepción de la democracia y también tenía una visión instrumental de esa forma de organizar la vida política. No se podían cuestionar las vigas maestras del modelo de sociedad con el que se identificaba: ni los grandes valores morales y religiosos; ni la concepción del auténtico patriotismo, ni, bajo ningún concepto, la propiedad privada. Si esa arquitectura era amenazada, el recurso a la fuerza era la respuesta inmediata. El ateísmo, el materialismo y la socialización de la propiedad había que combatirlos a como diera lugar.

El 11 de septiembre de 1973, el ejército –con el apoyo de esa derecha– salió a las calles y la fuerza aérea bombardeó sin piedad el Palacio de La Moneda, sede de la presidencia. Una Junta de Gobierno Militar tomó el poder, con Pinochet como presidente de la misma, y desató una cruenta y cruel represión contra los partidarios de Allende y la Unidad Popular (en adelante UP). Se había instaurado en Chile una de las llamadas dictaduras de Seguridad Nacional, como otras en América Latina. Todas ellas arrancaban desde una convicción, la de la existencia de un enemigo interior («los comunistas», una etiqueta que se utilizaba sin ninguna preocupación por la precisión analítica), un enemigo tan peligroso como taimado, sin bandera ni uniforme identificativos, al que había que combatir; al que era necesario detectar y neutralizar a cualquier precio.

V. El reflejo internacional de la derrota de Allende y la Unidad Popular

Por lo que hace a la izquierda, no solo Allende suscribía aquella concepción de la democracia, de la auténtica, la popular. Era, como ya se ha dicho, una visión muy extendida en la izquierda política internacional del siglo XX.

Un pequeño ejemplo. En España, el impacto de las noticias de Chile fue tremendo. El número 573 de la revista Triunfo, que salió a la calle el 22 de septiembre, once días después del golpe, presentaba una angustiosa portada negra con cinco grandes letras blancas: CHILE. El ejemplar recogía, entre otros, un artículo de Eduardo Haro Tecglen (curiosamente titulado «Fascismo en Chile», en sintonía con la tesis binaria de Fidel Castro), amargo y triste, en el que se deslizaba una sutil crítica a Salvador Allende, aduciendo que el error del presidente chileno había sido el mantener contra toda razón un inexplicable apego a la legalidad burguesa. Según Haro Tecglen, la legalidad no era sino el conjunto de normas que se daba la clase dominante para impedir los cambios estructurales y perpetuarse en el poder, por lo que cuando se producía un cambio de la clase dominante había de producirse un cambio de la legalidad. Allende debería haber utilizado, según el periodista, «la legalidad del cambio de legalidad», sintonizando así con su propio partido y, especialmente, con las tesis de su correligionario Altamirano. El artículo finalizaba insinuando que, quizá, el fracaso del doctor Allende estaba implícito en su propia doctrina (Alcàzar, 2009).

Lo que había ocurrido en Chile, el proceso en sí mismo y también su dramático y sangriento final, tuvo consecuencias políticas en el ámbito internacional, muy en particular por lo que respecta a la izquierda política y partidaria. Los análisis que se hicieron de lo que unos llamaron fracaso y otros llamaron derrota de la Unidad Popular fueron variados. El análisis más simple por acrítico fue el que se emitió desde Cuba. El más profundo e innovador fue el de los comunistas italianos.

La lectura cubana fue oficializada por Fidel Castro en el acto del 28 de septiembre en la plaza de la Revolución ante la viuda y las hijas de Allende. Castro ya había sentenciado en 1967, en la reunión de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) celebrada en La Habana, que mentían quienes afirmaban que la revolución se podía hacer por la vía pacífica. Una acusación que debemos entender como una enmienda a la totalidad a la que sería la tesis central de la vía chilena al socialismo de Allende y la UP.

Seis años después del encuentro de la OLAS, en aquel homenaje, Castro presentó su cinematográfica narración de la muerte de Allende. Lo que el Comandante vino a decir fue que Allende se había redimido en sus últimas horas, metralleta en mano. Que finalmente había salido de su error de creer que era posible alcanzar el socialismo sin la lucha armada, contrariamente al canon que Castro había establecido desde los años sesenta; y se había redimido de su inmenso error con la heroica defensa de La Moneda durante la terrible jornada del 11 de septiembre de 1973.

El alcance y la violencia del golpe militar chileno fue para la Unión Soviética una sorpresa de grandes dimensiones que no solo obligó al Kremlin a una reflexión doctrinal sobre las luchas de liberación en América Latina, sino que le provocó grandes quebraderos de cabeza tanto con los que pronto serían llamados eurocomunistas como con los maoístas, con los cubanos y, en general, con sus amigos y simpatizantes de todo el llamado Tercer Mundo.

En la que puede considerarse la primera reacción soviética, Pravda publicó el 14 de septiembre que el golpe había sido obra de los círculos reaccionarios de Chile y de fuerzas extranjeras imperialistas (sin identificarlas). La URSS rompió relaciones diplomáticas con el gobierno militar, se esforzó en mantener relaciones formales con el Partido Comunista de Chile (PCCh), el Partido Socialista de Chile (PSCh) y el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y, además, junto con sus aliados europeos y con Cuba recibieron a miles de exiliados chilenos.

El problema más peliagudo para Moscú, sin embargo, fue el doctrinal, y es que el debate que se abrió en la izquierda de orientación comunista fue de grandes dimensiones. El PCUS debía, para no defraudar a sus partidarios repartidos por el mundo, encontrar un espacio propio, valedor como era del avance pacífico emprendido por frentes populares en el Tercer Mundo, ante la posición pro lucha armada de los cubanos y la crítica de los comunistas chinos al burocratismo soviético en general y, en este caso, al parlamentarismo de Allende.

Sería ya en 1974 cuando los analistas soviéticos adoptasen una posición nítidamente perfilada. La conclusión a la que llegaron afirmaba que el fracaso de Allende no negaba la validez de la vía pacífica al socialismo. Para Boris Ponomariov, responsable del posicionamiento soviético, los hechos de Chile –primer ejemplo de «desarrollo revolucionario pacífico»– eran muy interesantes «para el marxismo-leninismo desde la perspectiva del perfeccionamiento de la estrategia y las tácticas revolucionarias» (Turrent, 1984). La experiencia chilena había demostrado –según el analista soviético– que un bloque de izquierdas liderado por la clase obrera y con una orientación marxista-leninista podía llegar al poder en un país capitalista sin violentar el ordenamiento constitucional. Ahora bien, lo que desde el PCUS se cuestionaba era el concepto de «vía pacífica» aplicado por Allende. Los analistas soviéticos concluyeron que era imperativo preparar tácticas ofensivas dentro del camino pacífico, de forma que, si fuera necesario, pudiera recurrirse a la violencia para defender los avances revolucionarios (Turrent, 1984). Por lo que hace a la situación de Chile tras el golpe militar, tanto los soviéticos como otros dirigentes de los países del bloque oriental no dudaron en calificarlo de fascista:

En las múltiples reuniones mantenidas por los dirigentes del Partido Comunista de Chile el concepto central para referirse a la situación chilena es el de ‘fascismo’. El concepto es usado por Ponomariov, Honecker y Zhivkov. Los chilenos agradecen el discurso de Brezhnev en Sofía en septiembre de 1973, cuando por primera vez se da esta característica al golpe chileno (Ulianova, 2014).

Por lo que respecta a los comunistas italianos, el proceso chileno fue analizado por su secretario general, Enrico Berlinguer, en varios artículos que aparecieron en la revista ideológica oficial del Partido Comunista Italiano (PCI), Rinascita, bajo un título genérico: «Reflexiones sobre Italia tras los hechos de Chile». De estos textos nacerán dos líneas de trabajo político que cambiarán la realidad de la izquierda partidaria europea: el Compromesso Storico, en el que se abogaba por estrechar la relación entre el PCI y la Democracia Cristiana, y lo que poco después se llamaría eurocomunismo.

Las dos propuestas arrancaban de una nueva interpretación del concepto de democracia, novedosa para la izquierda política en general y para la europea en particular. Una izquierda partidaria que siempre había desconfiado de aquella etiqueta política a la que siempre apellidaba con intención peyorativa: parlamentaria, liberal, burguesa, etc.

La lectura que los comunistas italianos hicieron del proceso chileno que había desembocado en el golpe de la Junta Militar encabezada por Pinochet, transmitida a través de la prensa partidaria y de los numerosos actos de apoyo a los exiliados chilenos recibidos en Italia, enfatizaba los errores que habían conducido al golpe y las prioridades de la lucha contra la Junta Militar. El eje vertebrador del discurso desde el PCI fue siempre, de manera prácticamente exclusiva, la defensa firme del consenso político y partidario que consolidara los avances políticos y sociales promovidos por los comunistas. Se conectaba así con la tesis de Enrico Berlinguer de proponer el Compromesso Storico mediante el diálogo con la Democracia Cristiana (Santoni, 2014).

En estos primeros años setenta, el objetivo perseguido era, debía ser, fortalecer al máximo el llamado Estado del bienestar, trabajosamente construido en la Europa occidental tras la II Guerra Mundial, que había establecido un novedoso escenario de progreso económico y social para los trabajadores y las clases populares.

Visto el proceso chileno, los comunistas del PCI se convencieron de la necesidad de ir más allá de las débiles y vulnerables mayorías parlamentarias para ampliar los consensos que fortalecieran el edificio de la institucionalidad democrática con el objetivo de, mediante lo que llamaron un «reformismo fuerte», cerrarle el paso a las fuerzas políticas reaccionarias y autoritarias.

Estos importantes cambios se extendieron hacia el sur de Europa, y en 1975 el PCI y su homólogo español, el Partido Comunista de España (PCE), declararon conjuntamente que la construcción del socialismo debía hacerse en paz y en libertad. Menos de dos años después, el eurocomunismo fue presentado en Madrid por los secretarios generales de los tres partidos comunistas más importantes de Europa: el Partido Comunista de Francia (PCF) de Georges Marchais, el PCE de Santiago Carrillo y el PCI de Enrico Berlinguer.

Cuatro décadas y media después, es cierto que ni el Compromesso Storico ni el eurocomunismo han respondido a las expectativas que generaron, pero eso no ha tenido ninguna relación con Chile. No obstante, tanto la novedosa concepción de la democracia como la imperiosa necesidad de que las izquierdas construyan mayorías amplias de forma estratégica, parece evidente que sí son dos consecuencias de la lectura europea de aquel proceso político dirigido por Salvador Allende, al frente de la coalición de la Unidad Popular chilena.

VI. Conclusiones

Medio siglo después de la llegada de Salvador Allende al Palacio de La Moneda, al frente de la coalición de Unidad Popular, conviene recordar la tensión entre reformismo y revolución que ha caracterizado la historia reciente no solo de Chile, sino de América Latina. En el trienio 1970-1973 esa tensión dio lugar a lo que llamo «la paradoja de Allende», esto es: que el mandatario chileno era un simple reformista para una buena porción de sus votantes y un peligroso revolucionario para todos y cada uno de sus enemigos. Es por ello que en el texto se ha hecho especial referencia a la consideración que, sobre el particular, aportó Edward Korry, quien fuera embajador de Washington en Santiago. Un testimonio –muy poco trabajado– en el que el representante de la Administración Nixon confirma cuánto temían la Casa Blanca y el Departamento de Estado un posible eje La Habana-Santiago que reforzara la influencia soviética en América Latina.

La llamada vía chilena al socialismo, vista desde nuestro presente, solo se puede entender –claro– en su contexto: el determinado por la Guerra Fría, global y también interamericana. Además, hay que añadir la poca consistencia efectiva del concepto de democracia en aquella época; y, finalmente, por la oposición entre «democracia formal» y «democracia real» que era propia de la izquierda política internacional.

Chile, «el país de los tres tercios» [políticos], se contagió de un mundo que era crecientemente binario: el Este contra Occidente, comunistas [o asimilados] contra anticomunistas de estricta obediencia. Mucho se había ensalzado el supuesto constitucionalismo radical de los militares chilenos, que hasta Allende se felicitaba por ello. No obstante, desde antes de 1973, la inmensa mayoría de las Fuerzas Armadas del país tenían muy claro de qué lado estaban en el cada vez más polarizado enfrentamiento interno. El 11 de septiembre simplemente materializaron su adscripción al bloque anti-Allende y anti Unidad Popular. Y lo hicieron con los tanques en las calles, bombardeando desde el aire el Palacio de La Moneda e implantando una represión inmisericorde contra sus enemigos.

Son explícitas, por otra parte, las diferencias de la respuesta de la juventud latinoamericana durante la década de los sesenta y los setenta respecto a la de su homóloga europea y norteamericana. Pacíficas y mayoritariamente pacifistas las segundas, la primera se decantó mayoritariamente por la lucha armada, influida por el canónico modelo cubano. En el caso chileno, que había sido la excepción hasta 1973, a pesar de la presencia del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), la aparición del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) a mediados de los años ochenta cambió el escenario. Fue cuando el PCCh decidió que «todas las formas de lucha» [incluida la armada] era legítimas contra la dictadura de Pinochet. Una prueba de esa tensión entre reforma y revolución de la que hablábamos más arriba y, también, de la persistencia del llamado «modelo cubano».

Sin embargo, de los análisis de lo que había ocurrido en Chile el más innovador y el de mayor calado fue el que se realizó en Italia, desde las filas del PCI y de la mano de su secretario general, Enrico Berlinguer. Se puede decir que fue entonces cuando el proceso chileno cambió la perspectiva de la izquierda política internacional en torno a la concepción de la democracia, hasta el punto de que es el hegemónico actualmente.

La democracia era (es, desde entonces) para la izquierda europea el sistema político idóneo para avanzar y consolidar el progreso económico y social de los sectores populares. Ese «reformismo fuerte» propuesto desde el PCI era [es, desde entonces] la mejor política para hacer frente a las fuerzas políticas reaccionarias y autoritarias. En América Latina, no obstante, las izquierdas todavía se debaten en buena medida en otra lógica y esa es una línea en la que conviene seguir investigando.

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1. Sirva como ejemplo el celebrado en la Universidad de Santiago de Chile (USACH), organizado por su Departamento de Historia, entre los días 9 y 10 de septiembre de 2020, bajo el título «50 años de la Unidad Popular», un seminario internacional en el que tuve la oportunidad de presentar una de las ponencias.

2. Todas las citas referidas a la visita del comandante cubano a Chile proceden del texto Fidel en Chile (1972).

3. Edward M. Korry ocupó el puesto de embajador de EE. UU. en Chile de 1967 a 1971. Durante años fue sospechoso, erróneamente, de colaborar con los militares para evitar que un marxista se convirtiera en presidente de Chile. El diario El País, con motivo de su fallecimiento, en 2003, explicó el resultado de la investigación del Senado norteamericano a propósito del papel jugado por el embajador en la conspiración de la CIA para derrocar a Allende (The New York Times, 2003).

AMÉRICALATINAHOY

ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396

DOI: https://doi.org/10.14201/alh.

año 2021

agosto

vol 88

40

DOI 25631